Autor y Traductor
En este artículo se analizan las relaciones autor traductor en sus múltiples facetas y con abundantes casos extraídos de la historia de la literatura. Como planteamiento inicial, el articulista sostiene que la traducción desempeña una función esencial en cualquier literatura, tanto para el idioma original como para el de la traducción; en ese sentido, el contacto entre los autores y los traductores es imprescindible, aunque exige apertura y comprensión por ambas partes, a fin de que los resultados del esfuerzo realizado sean dignos.
1. El autor como traductor y el traductor como autor
Fue probablemente Novalis el primero que dijo, en una carta a Schlegel, que, «en definitiva, toda literatura es traducción»[1]. Otros lo han repetido luego, con mayor o menor convicción o fortuna[2], pero, aunque la idea pueda ser iluminadora para una teoría general de la literatura, resulta bastante inútil cuando se trata de meditar seriamente sobre la traducción. Si toda literatura es traducción, ¿qué es la traducción en sentido estricto? Y si todo autor es, en definitiva, un traductor, ¿qué es un verdadero traductor?
Para complicar más las cosas, sabido es que, al menos desde el punto de vista jurídico, un traductor literario es también autor, el autor de su traducción. Así lo declara la —por muchos conceptos acertada, aunque tímida— Ley de la propiedad intelectual española, núm. 22/1987, de 11 de noviembre, siguiendo el precedente establecido hace muchos años por la Convención de Berna de 1886 y por otros convenios internacionales posteriores.
Sin embargo, analizar el concepto de autoría y, sobre todo, de originalidad literaria, exigiría mucho tiempo y esfuerzo y, a efectos del tema central de esta exposición, que es, básicamente, el de las complejas relaciones entre autores y traductores (entendidos ambos en sentido restringido) no parece necesario. Sólo interesa recordar que esa idea reverencial de la autoría, de la originalidad, es relativamente reciente y no se remonta mucho más allá de ese siglo XIX cuyos coletazos románticos sentimos todavía. Con anterioridad a esa fecha, los autores se enorgullecían de sus traducciones tanto como de sus obras originales y, en realidad, no parecían distinguir muy bien entre unas y otras, salvo cuando se trataba de traducciones de esas «reinas de las lenguas» de que hablaba Cervantes: el latín y el griego.
Por poner un ejemplo tópico, algunos parlamentos del Julio César o del Antonio y Cleopatra de Shakespeare no son más que fragmentos en verso blanco de la traducción que hizo Thomas North de la traducción francesa de Jacques Amyot de las Vidas Paralelas de Plutarco... Y los ejemplos podrían multiplicarse, ya que el pillaje entre autores, a través de las traducciones, llega hasta nuestros mismos días. El caso más claro tal vez sea el de Bertolt Brecht, capaz de entrar a saco, no sólo en Shakespeare (el Coriolano, con lo que se produce una especie de cuarta reelaboración) o en Marlowe (el Eduardo II), sino incluso en autores claramente inferiores a él mismo, como John Gay (véase La Ópera de cuatro cuartos).
La consecuencia de esa sobrevaloración de la originalidad ha sido la aparición de una distinción tajante entre la literatura original y la literatura traducida. Y esa separación, como dice Procházka, ha tenido otras consecuencias nefastas: «por un lado, el descuido de la literatura traducida y del arte de la traducción dentro la teoría de la literatura y, por otra, una notable disminución del nivel de las traducciones, especialmente en la prosa»[3].
En cualquier caso, debería bastar con aceptar ahora a su valor facial dos premisas, sin duda discutibles pero de cierto peso. La primera es que la traducción no es sólo, como decía Octavio Paz, «una función especializada de la literatura»[4], sino un auténtico género literario que, en cierto modo, recorre verticalmente todos los demás. Algo que quizá apuntaba Ortega en su famoso ensayo Miseria y esplendor de la traducción, mil veces citado, desmenuzado y hasta mal traducido, al escribir: «Yo diría: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido»[5]. Sea como fuere, no hay duda de que la traducción es literatura (realmente ¿qué otra cosa podría ser?).
En cuanto a la segunda tesis aquí mantenida, quizá sea todavía más indiscutible: las obras traducidas, en contra de lo que pudiera parecer, pertenecen a la literatura del país de la lengua a la que han sido traducidas. Es más: en ocasiones han sido el arranque mismo, la fundación original de la literatura de ese país. El caso de la literatura latina y la traducción de la Odisea por Livio Andrónico en el siglo III antes de Cristo es bien conocido, pero no es, ni mucho menos, el único[6]. Por lo tanto, si se admite esa premisa, la literatura vasca, por ejemplo, se compondría de todas las obras originalmente escritas en euskara, pero también de todas las obras traducidas alguna vez al euskara.
Y esto es muy importante porque esa incorporación a la literatura de un país de las obras escritas originalmente en otros idiomas se traduce en un enorme enriquecimiento de la lengua. Al hacer hablar —al hacer escribir— en un idioma determinado a cientos y miles de personas que nunca hubieran podido hacerlo, con mentalidades muy distintas y pertenecientes a mundos y culturas muy diversos, la lengua tiene que realizar ejercicios casi acrobáticos, con los que se flexibiliza, desarrolla y fortalece.
Siempre que se trate, naturalmente, de buenas traducciones.
2. El autor frente al traductor
Descendiendo a un nivel más prosaico (aunque lo que se diga valdrá también para la poesía) y partiendo del supuesto más normal, es decir, el de que autor y traductor sean dos personas distintas, hay que decir que las relaciones entre ambos son un campo relativamente inexplorado que encierra auténticos filones para el psicólogo.
Para algunos, el traductor es un simple «recodificador» pasivo, que se somete al autor, aferrándose a un concepto metafísico de la obra original, a la que reconoce una posición sagrada. El traductor, personaje casi siempre apocado (según Ortega)[7] y por lo general más bien melancólico y dubitativo (según Monterroso)[8], asume así conscientemente su complejo de inferioridad y siente que la obra del autor está protegida por el más fuerte de los tabúes, el del incesto.
Para otros, el traductor es precisamente una persona que, de forma deliberada o no, rechaza esa prohibición y se afirma agresivamente, transformando, mediante un acto creador, un texto pasivo e inerme.
La verdad, probablemente, está en el medio, porque todo traductor se mueve siempre entre dos polos: la modestia propia de su posición de servidor, de sirviente, y el orgullo que le produce la conciencia instintiva de su condición de creador. Mantener un equilibrio, siempre inestable, entre esos dos extremos es, posiblemente, el más difícil desafío moral que se plantea al traductor. Como dijo Ezra Pound alguna vez, hay muchos más traductores que fracasan por falta de carácter que por falta de inteligencia.
En ocasiones (quizá con cierto humor) se ha llevado aún más lejos la aplicación de esa psicología elemental a las relaciones entre traductor y autor, o entre traductor y obra traducida, sugiriendo que todavía existe, como en el caso de los primeros traductores de la Biblia, una situación monacal. El traductor, como un monje benedictino, estaría ligado por votos no expresamente formulados de castidad, pobreza y obediencia.
Castidad, porque se le prohíbe mantener con el texto-madre unas relaciones que no sean puramente platónicas, formales. Además, el traductor debe practicar una especie de celibato intelectual y tropieza con resistencias siempre que pretende afirmarse como escritor original. Pobreza, no tanto por lo menguado de su salario sino por su voluntaria anulación frente al autor: sólo muy recientemente, y no siempre, ha conseguido que su nombre aparezca siquiera en la obra traducida. Y obediencia, como corresponde a la típica relación amo-esclavo, con todos sus conocidos componentes sadomasoquistas[9].
De todos modos, y aún prescindiendo de las exageraciones que puede haber en las lucubraciones de los que Nabokov llamaría «la delegación vienesa», es decir, los psicoanalistas empedernidos, es curioso señalar que las relaciones entre autor y traductor, como relaciones típicas «de pareja» han llamado la atención de grandes escritores/traductores. Guimarâes Rosa hablaba de «convivência» y Valéry Larbaud decía que la traducción: «c'est tout un roman d'amour»[10]. De ahí que la falsedad, la traición o la infidelidad sean los peores pecados del traductor...
3. Parejas estables y menos estables
La actitud del autor hacia sus traductores puede ir desde el desprecio más olímpico hasta la amistad más estrecha.
Ejemplo de lo primero podría ser el difunto Thomas Bernhard, quien decía que todo libro traducido es «como un cadáver destrozado por un coche hasta resultar irreconocible»[11]. Para él, un libro traducido nada tenía que ver con el original, y precisamente por eso reconocía sin vacilar que su autoría pertenecía al traductor. Sin embargo, todo traductor con tendencia a exagerar la importancia de su oficio debería releer de vez en cuando un expresivo fragmento bernhardiano:
«Los traductores desfiguran los originales
Lo traducido sólo llega al mercado siempre como deformación
Son el diletantismo
y la suciedad del traductor
los que hacen una traducción tan repulsiva
Lo traducido es siempre asqueroso...»[12]
No obstante, los casos opuestos al de Thomas Bernhard son, por suerte, mucho más numerosos: Milan Kundera, por ejemplo, es un escritor que vigila, cuida y se ocupa de sus traducciones, porque sabe que, en definitiva, son lo único que en la mayor parte del mundo se sabe de él. En cuanto a Günter Grass, no sólo dedica su tiempo a leer, analizar y releer con sus traductores cada uno de sus nuevos libros, sino que recibe a éstos en su propia casa, cocina para ellos, se emborracha con ellos y una vez les dedicó un cumplido realmente insuperable: cuando, hastiado o fatigado, pensó en la posibilidad de no volver a escribir nunca más, se dio cuenta de que, entonces, no tendría oportunidad de reunirse con sus traductores... y decidió seguir escribiendo.
Los casos de una buena amistad entre autor y traductor son muchos, pero a veces se produce una auténtica simbiosis. Uno de los ejemplos más notables es el de Guimarâes Rosa, que, al menos en las últimas ediciones brasileñas de su Grande Sertâo: Veredas, exigía que se publicara también, en facsímil, la primera página de la espléndida versión italiana de Edoardo Bizzarri. Guimarâes Rosa escribió una vez al profesor Bizzarri que los dos juntos eran fortísimos, invencibles: «com Você, nâo tenho medo de nada!»[13]. Y hay otros casos notables: así, Henry Roth, ese clásico viviente autor de Llámalo sueño, lleva años y años escribiendo la que probablemente será la obra de su vida: A merced de una corriente salvaje. Sin embargo, aunque, por diversas razones, no quiere que se publique en inglés hasta después de su muerte, ha accedido a dar una primicia a su amigo y traductor Mario Materassi, de la Universidad de Florencia, y la consecuencia es que hoy pueden leerse unas cien páginas de esa obra en italiano (y por carambola, en español también[14]) que nadie puede leer en su versión original.
En cualquier caso, la relación entre autor traducido y traductor es absolutamente necesaria y resulta sorprendente que, con enorme frecuencia, no se produzca. Nadie como el autor puede explicar al traductor sus intenciones (Borges, Pound, recomendaban a sus traductores que tradujeran, no lo que escribieron sino lo que hubieran querido escribir) y nadie como él puede descifrarle el texto, poner al descubierto las citas o influencias ocultas, subrayar lo que le interesa subrayar... Günter Grass es, en ese sentido, modélico. Repasa página a página con sus traductores cada libro, les lee los poemas intercalados, los diálogos en dialecto o los pasajes de especial sonoridad, y el traductor acaba teniendo una conciencia clara de lo que es importante para Grass y de cuáles son los problemas que, por su parte, tendrá que resolver. Los resultados de ese esfuerzo —unas traducciones más que estimables que han obtenido toda una serie de premios nacionales en distintos países— demuestran que la receta es buena.
Otros autores, como Peter Handke, mantienen unas relaciones más complicadas con sus traductores, que pueden ir desde el insulto hasta el idilio. Peter Handke convirtió a su traductor Eustaquio Barjau en actor de su película Die Abwesenheit (La ausencia) y ha ido más lejos aún con su traductor al francés, Georges-Arthur Goldschmidt, al traducir una novela suya al alemán[15]. Según el propio Goldschmidt, su felicidad más alta consiste en saber que Handke prefiere leer sus propios libros en traducción francesa[16]. El caso de una pareja que se traduce mutuamente no es nada corriente, pero Javier Tomeo propuso una vez a su traductora alemana, Elke Wehr, algo parecido, un plan para cuando se le acabara la inspiración. Él traduciría otra vez al español la última obra suya traducida al alemán por ella; como consecuencia de variaciones inevitables en toda traducción y retraducción, resultaría una obra totalmente distinta, que ella volvería a traducir al alemán y que él, a su vez, traduciría al español, y así sucesivamente.
Es indudable que todo traductor responsable debe vencer su natural reserva y tratar de ponerse en contacto con el autor al que traduce... a condición, naturalmente, de que esté vivo. No obstante, la historia de la literatura está llena también de casos de escritores absorbentes que hacían o hacen la vida imposible a sus traductores, sobre todo cuando conocen, pero no suficientemente, la lengua del traductor. La correspondencia de Giovanni Verga con el traductor de I Malavoglia al francés (el suizo Edouard Rod) resulta en ese sentido descorazonadora: en el fondo, Verga, convencido de que su siciliano cerrado era intraducible, quería que se le tradujera pero no demasiado, es decir, lo menos posible[17]. Por su parte, Gabriele D'Annunzio, magníficamente traducido al francés por su amigo Georges Hérelles, un profesor de filosofía, mantuvo con él peleas a brazo partido por una simple palabra o un giro estilístico. Para D'Annunzio, una traducción era sólo «una forma más o menos ingeniosa de poner al lector en estado de adivinación», y el deber de su traductor era «dannunzieggiare» el francés[18].
Sin embargo, no hay que remontarse tanto en el tiempo para encontrar ejemplos de escritores empeñados en enmendarles la plana a sus traductores: según es fama, Robert Coover con sus cartas llenas de cambios y correcciones, llegó a producir tal depresión nerviosa al traductor al francés de su Gerald's Party[19], que éste tuvo que ser ingresado en una clínica.
4. Cuando el autor traduce o el traductor escribe
No son raros los casos de escritores más o menos profesionales que, con carácter regular o no, abordan la traducción, y en otros tiempos u otras latitudes (como en los antes llamados países del Este), ello era algo casi habitual.
Un escritor puede abordar la traducción por distintos motivos, de los que el más triste es el de ganar dinero. Así, por ejemplo, Arno Schmidt (ese gigante alemán cuya verdadera estatura está aún por determinar) se pasó la vida traduciendo no sólo a autores con los que tenía una indudable afinidad, como Joyce, Poe o Faulkner, sino también a Fenimore Cooper, Wilkie Collins o Bulwer-Lytton, y a otros de categoría muy inferior. En España, los escritores obligados a subsistir, antes y ahora, a golpe de traducciones se contarían por docenas, si es que no por centenares.
Sin embargo, los resultados más felices se logran, evidentemente, cuando un autor, por su propia voluntad, decide traducir a otro autor al que admira o con el que se identifica, y algunas de las mejores traducciones de la historia de la literatura han surgido así. Uno de los ejemplos más notables es el de Baudelaire, de quien Rémy de Gourmont llegó a decir que, aunque no hubiera escrito Les fleurs du mal, hubiera merecido ocupar un alto puesto en la literatura francesa por sus traducciones de Poe. En una carta de 1864, a Théophile Thoré, Baudelaire se defendía así de los que le acusaban de imitar a Edgar Poe: «¿Sabe por qué he traducido a Poe tan pacientemente? Porque se me parecía. La primera vez que abrí un libro suyo vi, con espanto y arrobamiento, no sólo temas que yo había soñado, sino FRASES pensadas por mí y escritas por él veinte años antes»[20].
En todas las épocas y todas las latitudes se encuentran combinaciones famosas y probablemente insuperables: Shakespeare/Schlegel, Shakespeare/Pasternak, Melville/Pavese, Yourcenar/Cortázar... La lista podría alargarse. En ocasiones el traductor puede resultar superior al autor, cometiendo así una especie de traición por exceso de celo (¿Saroyan/Vittorini?).
Luego hay un tipo de autores cuyas traducciones, aunque fascinantes, resultan francamente discutibles por obedecer a teorías peculiares o a causa de la propia desmesura del escritor. Holderlin y sus traducciones del griego son quizá el ejemplo más claro, pero los casos abundan: el de Borges (de quien se ha llegado a decir, falsamente, que era un mal traductor; Borges no era más que un traductor insólito, al que importaban cosas distintas de las que importan al común de los traductores[21]); Nabokov (cuya traducción del Eugene Oneguin, en la que empleó cinco o seis años,[22] es un prodigio de exactitud y erudición, pero ha sido calificada de ilegible[23]); Ezra Pound (muy capaz de traducir del chino sin saber chino, gracias a una intuición asombrosa[24]) y algunos otros. Sin embargo, cada uno de ellos exigiría un estudio a fondo y, muchas veces, sus pretendidos «errores» no son más que desviaciones deliberadas o pequeños lunares que nada significan ante la belleza indiscutible del conjunto.
Por último, hay escritores que abordan la traducción en sus períodos de sequía, o como simples ejercicios de estilo para agilizar la mano. Para Gide, traducir era un medio de conocer mejor, un excelente instrumento crítico[25], y Javier Marías ha dicho que, si su libro favorito es el Tristram Shandy es porque lo tradujo y, por consiguiente, además de leerlo, lo escribió también: «Probablemente —dice— es y será mi mejor texto»[26].
La realidad es que todas esas formas de acometer la traducción son, en principio, perfectamente válidas y no incompatibles entre sí, porque sus motivaciones se confunden o combinan. Así, por ejemplo, Peter Handke, excelente traductor, quizá no haya hecho nunca una traducción que no deseara hacer realmente, y sus versiones de René Char o Francis Ponge son, sin lugar a dudas, verdaderas declaraciones de amor[27]. Sin embargo, cuando traduce al esloveno Florjan Lipusv quizá esté simplemente exorcizando oscuros complejos sobre su propio origen, y es posible que al traducir al norteamericano Percy Walker cediera, no sólo al deseo de compartir un «descubrimiento» literario sino también al de tomarse un descanso en la agotadora búsqueda de nuevos modos de expresión. En La tarde de un escritor[28], Handke presenta a un traductor que es feliz simplemente por haber abandonado su propia obra para limitarse en adelante a traducir.
5. Un bicho raro: el autotraductor
A primera vista, nadie como un autor para traducirse a sí mismo, siempre que, naturalmente, conozca a fondo, el idioma al que pretende hacerlo. Sin embargo, en la práctica, las cosas no son tan evidentes.
Es indudable que la primera parte de la traducción, el desciframiento del sentido exacto del texto original, la puede realizar el autor mejor que nadie. Él sabe o, en el caso de la poesía más abstrusa, intuye al menos, lo que quiso decir. Sin embargo, a la hora de expresarlo en otro idioma muchos autores perfectamente bilingües prefieren, por extraño que parezca, ser traducidos por otros.
Se ha dicho que hay dos tipos básicos de autotraductores: los tacaños y los pródigos. T.S. Eliot es un buen representante de los primeros. Conocía perfectamente el francés, pero la versión que hizo Jean de Menasce de La tierra baldía, a pesar de aparecer como «revisada y corregida por el autor», resulta sorprendentemente falta de imaginación y pierde innumerables matices y alusiones del original. James Joyce, en cambio, era un traductor generoso con su propia obra, no sólo por el tiempo que dedicaba a la tarea, sino por su esfuerzo por encontrar equivalencias exactas en las versiones francesa y alemana. No obstante, la verdad es que la laboriosa traducción al francés del Ulises hecha en 1930, en la que colaboró con él un equipo formado por Auguste Morel, Stuart Gilbert y Valéry Larbaud, ha sido tildada por José María Valverde de «disparate»[29], sobre todo porque la excesiva preocupación de Joyce por demostrar su perfecto conocimiento del argot francés le hacía introducir constantemente giros innecesarios que no estaban en el original. No obstante, esa versión aclara y explica muy bien a veces el verdadero sentido del texto inglés.
El caso de Joyce no es típico, pero se podría decir que, en general, los autores no son buenos traductores de su propia obra, y una razón puede ser, evidentemente, la falta de distancia. En el mejor de los casos —y el mejor de los casos se llama Samuel Beckett— el resultado es una obra nueva, distinta del original, una traducción que ningún traductor independiente se hubiera atrevido a hacer, con lo que se produce el fenómeno de una obra que, en realidad, no ha sido traducida, sino que tiene dos versiones —en el caso de Beckett, en francés y en inglés—, sin que a veces se sepa siquiera cuál es la original.
Lo más frecuente suele ser, sin embargo, que el autor confíe el grueso de la tarea a un traductor y revise luego su trabajo. Eso hacía, por ejemplo, Nabokov, de cuyas nueve novelas escritas en ruso sólo una mínima parte fue traducida directamente por él, no obstante su dominio soberano del inglés. En el prólogo de Invitation to a Beheading escribía: «Mi hijo [Dimitri] resultó ser un traductor maravillosamente afín a mí, y estuvimos de acuerdo en que la fidelidad al autor traducido es lo primero, por extravagante que pueda ser el resultado»[30]. Y en el prólogo de Glory, puede verse que se tomaba el asunto muy en serio: «La presente traducción es meticulosamente fiel al texto. Mi hijo empleó tres años, con intermitencias, para hacer un primer borrador, después de lo cual yo dediqué tres meses a preparar una copia en limpio»[31]...
Caso completamente distinto es, por citar otro ejemplo, el de Lorenzo Villalonga, que publicó su Mort de Dama, en dos versiones distintas y ninguna de ellas suya (a pesar de ser capaz de escribir un magnífico castellano), sin que, al parecer, le preocupara demasiado la traducción[32].
6. Unas conclusiones que no son tales
Decía Alfonso Reyes que «en punto a traducción es arriesgado hacer afirmaciones generales»[33] y no hay duda de que, cuando lo dijo, tenía un día inspirado. Sin embargo, estos comentarios deslavazados lo resultarían más aún si no se intentara al menos resumir algunas ideas de posible aplicación a la situación de la literatura vasca. Unas ideas que podrían ser éstas:
- La traducción desempeña una función esencial en cualquier literatura. En primer lugar, desde luego, para difundirla y hacerla verdaderamente universal (no hay que olvidar la frase de Renán de que «un libro no traducido sólo está publicado a medias»[34]). Pero también, sin duda alguna, en beneficio de la propia lengua: hacer hablar en un idioma a autores de las más diversas procedencias y mentalidades que nunca hubieran podido hacerlo sólo puede redundar en un enriquecimiento de ese idioma y de su literatura, ya que toda obra traducida se incorpora automáticamente a ella.
- El contacto entre los autores y sus traductores no sólo es conveniente, sino casi imprescindible. Sin embargo, ese contacto supone unas relaciones dialécticas en las que ambas partes deben mostrar la mayor apertura y comprensión para que los resultados sean dignos del esfuerzo que toda traducción supone.
- Para cualquier autor, la traducción a su idioma de obras literarias escritas en otros idiomas es perfectamente compatible con la creación de su obra propia. Sin embargo, no basta con que ese autor conozca perfectamente ambos idiomas sino que es necesario que, además, sea traductor o que aprenda a serlo...
- Desde un punto de vista teórico, el mejor traductor será siempre el autor de la obra original, si conoce perfectamente el idioma al que se traduce. Sin embargo, en la práctica los mejores resultados se conseguirán frecuentemente mediante la traducción hecha por otra persona con la competencia y la empatía necesarias, revisada y ajustada luego por ella misma en estrecha colaboración con el autor.
Con todo, las relaciones entre autor y traductor serán siempre un campo abierto al estudio, y es que, como dijo Borges con frase ya célebre, no hay ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción.
San Sebastián, 19 de agosto de 1993.
Notas
1. Novalis: Werke und Briefe (edición de Alfred Kelletal), Winkler, Munich 1968, recogido en André Lefevere (recop.): Translatinq Literature: The German Tradition from Luther to Rosenzweiq, Van Gorcum, Assen/Amsterdam, 1977, pág. 65.
2. Baudelaire, por ejemplo, en su ensayo sobre Víctor Hugo, decía: «¿Qué es un poeta... sino un traductor, un descodificador?» (Charles Baudelaire: Critique littéraire et musicale, Armand Colin, París 1961, pág. 274). Para Octavio Paz, simplemente la lectura es ya una traducción (Octavio Paz: Traducción: literatura y literalidad, Tusquets, Barcelona 1980, pág 16)
3. Vladimír Procházka: «Notes on Translating Technique», en P.L. Garvin (recop.): A Praque School Reader, Wáshington 1964, págs. 93 y 94.
4. Octavio Paz: Op. cit. en la nota 2, pág. 13: «Del mismo modo que la literatura es una función especializada del lenguaje, la traducción es una función especializada de la literatura»
5. José Ortega y Gasset: Miseria y esplendor de la traducción / Elend und Glanz der Übersetzung Edition LangewiescheBrandt, Munich 1956, pág. 76. Cito deliberadamente, para corroborar el último aserto, la edición bilingue española/alemana.
6. Polonia, por ejemplo: «Los comienzos de nuestra literatura, como los de la literatura romana, están bajo el signo de las traducciones» (Helena Sobczakówna: «Jan Kochanowski jako thumacz», Prace polonistyczne studentów Uniwersytetu Poznanskiego, Poznan 1934, pág. 1, citado por Karl Dedezius: Vom abersetzen, Suhrkamp, Francfort del Meno 1986, pág. 120).
7. Op. cit. en la nota 5, pág. 12.
8. Augusto Monterroso: «Sobre la traducción de algunos títulos», La Palabra mágica, Muchnik Editores, Barcelona 1985, pág. 90.
9. Todas estas ideas se encuentran desarrolladas en Serge Gavronsky: «Der übersetzer zwischen Pietät und Kanibaslismus», Der übersetzer, junio de 1978, núm. 6.
10. Valéry Larbaud: Sous l'invocation de Saint Jérome, Gallimard, París 1946, pág. 93.
11. Krista Fleischmann (recop.): Thomas Bernhard-Eine Begegnung, Edition S. Viena 1991, pág. 210.
12. Der Weltverbesserer, en Thomas Bernhard: Die Stucke, Suhrkamp, Francfort del Meno, 1983, págs. 903 y 904.
13. Edoardo Bizzarri, J. Guimarâes Rosa - Correspondência como o tradutor italiano, Instituto Cultural Ítalo-Brasileiro Sâo Paolo, 1972, pág. 36, citado por Theodor Erwin: Traduçâo, oficio e arte, Editora Cultura, Sâo Paolo 1976, págs. 115 y 116.
14. Henry Roth: A merced de una corriente salvaie, Alfaguara, Madrid 1992.
15. Georges-Arthur Goldschmidt: Der Spiegeltag, Suhrkamp, Francfort del Meno, 1982.
16. Citado por Joachim Fritz-Vannahme: «Der Anwalt, der Komplize», Die Zeit, N° 42, 13 de octubre de 1989.
17. Véase Francois Vermeulen: La Paradoxe du traducteur, Zevenkerken, Brujas 1976, págs. 11 y 12.
18. Ibid., págs. 100 y sigts.
19. Hay traducción española: La fiesta de Gerald, Anagrama. Barcelona 1990.
20. Charles Baudelaire: Correspondance générale, vol. 4, Conard, París 1948, pág. 277.
21. Véanse, sobre todo, «Las versiones homéricas» y «Los traductores de las 1001 noches», en Jorge Luis Borges: Prosa completa, Bruguera, Barcelona 1980, vol. I, págs. 87 y sigts. y 277 y sigts., respectivamente.
22. Véase Vladimir Nabokov: «The Servile Path», en Brower, R. (recop.): On Translation, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1959, págs. 97 y sigts.; y «Problems of Translation: Onegin in English», Partisan Review, núm. 22, págs. 496 y sigts. En este último artículo se encuentra toda una declaración de principios: «La traducción literal más torpe es mil veces más útil que la más bella de las paráfrasis».
23. Alexander Gerschenkron: «A Magnificent Monument?», Modern Philology, vol. LXIII, 1966, pág. 340, citado por George Steiner: Después de Babel, Fondo de Cultura Económica, México/Madrid/Buenos Aires, 1980, pág. 361, nota 6.
24. Véase Ezra Pound: The translations of Ezra Pound, Nueva York 1953, con una introducción de Hugh Kenner, y George Steiner: Op.cit. en la nota anterior, págs. 410 y sigts.
25. André Gide: Journal 1899-1939, Gallimard, París 1965, vol. I, págs. 611, 735, etc.
26. Javier Marías: «Mi libro favorito: Tristram Shandy», Diario 16, 21 de septiembre de 1989.
27. «Con René Char me di cuenta de que, hasta entonces, no había aprendido a leer; (...) Leer a un autor de esa manera era ya traducirlo». (Europe, n° 705-706, «René Char», enero-febrero de 1988, citado por G.-A. Goldschmidt: Peter Handke, Seuil, París 1988, pág. 194.
28. Alfaguara, Madrid 1990.
29. Véase Ana Basualdo, «Sentimientos de Traductor», El País, 2 de julio de 1989.
30. Vladimir Nabokov: Invitation to a Beheading, Penguin, Harmondsworth (Middlesex), 1959, pág. 8.
31. Vladimir Nabokov: Glory, Penguin, Harmondsworth (Middlesex), 1974, pág. 7.
32. La primera versión publicada de Bearn, en contra de lo que se ha escrito a veces, fue en castellano, y todo hace suponer que su autor fue el propio Villalonga. (Lorenzo Villalonga: Bearn o la sala de muñecas, Atlante, Palma de Mallorca, 1956).
33. Alfonso Reyes: «De la traducción», La experiencia literaria, Bruguera, Barcelona 1985, pág. 156.
34. Recogido en H.J. Störig: Das Problem des abersetzens, Wissentschaftliche Buchgesellschaft, Darmstad, 1969, pág VIII.