Once relatos breves
Once relatos breves de Karlos Linazasoro
SOBRE LA RETROACTIVIDAD
Tengo un amigo que ha logrado la inmortalidad. Conseguirlo ha sido su único y primordial objetivo. No le tengo envidia. Que le aproveche. Yo he tomado justo el camino inverso: quería ser retroactivo, y, tras mucho esfuerzo y sacrificio, he logrado la retroactividad. Ahora escribo yo mi pasado, salpico de una felicidad inefable todos mis días de la infancia y de la juventud, visto mi ser del oficio más bello… La facultad (¿la virtud?) se prolonga hasta el día de ayer, siempre es víspera, el presente es su frontera o destierro, y aunque sea intocable, está tan cercano el recuerdo y el perfume del día de ayer… Mi amigo me dice, pérfidamente, que yo también moriré algún día, y yo le respondo, con una pizca de malicia, que no hay nada en el mundo como morirse pleno de felicidad, y a ver qué es lo que va a hacer él cuando la vida se le vuelva insoportable, absurda y cruel. A ver entonces qué rayos va a hacer.
FIRMA
El viejo pastor no sabía leer ni escribir. Cuando el notario le alcanzó la pluma para la firma del documento, se quedó mirando por la ventana un breve instante. Luego, con dos dedos, muy suavemente, ordeñó la pluma y dibujó un precioso rebaño de ovejas.
EN EL HOSPITAL: CRUCIGRAMA
Mientras espero a que alguien muera, a que alguien nazca, hago crucigramas. Me calman la ansiedad, liberan las fastidiosas ataduras de mi mente. Me siento en una sillita de mimbre junto a la sala de operaciones, y miro al techo en busca de la palabra perdida. Color, once letras. Le van a cambiar de corazón al crío, se le ha estropeado cuando estaba en la escuela, en el bosque del patio de recreo. Aborrachado, opalescente, incardinado. Estoy mirando al techo, es cierto, pero mi mente la ocupan las arterias del niño, sus sístoles y diástoles más bien abatidos, afectados por la carcoma. Soy el rey de los crucigramas. Iridiscente, azulamiento, agarbanzado. Ya va para cuatro horas. Las letras van acomodándose en sus lugares, por sí mismas, ya quedan pocos espacios por llenar. De pronto siento ruido de pasos dentro, la cercanía de unas tibias palabras. Ya vienen. Han terminado. Cronometría, amarillento, lactescente. No doy con la palabra, nunca he acertado ni una sola, pero en cambio oigo latir el nuevo corazón, bombeando con estrépito, como si quisiera hacer estallar la sala de operaciones, con el júbilo de un caballo salvaje. Y yo ahora sé cuál es el color de ese nuevo corazón, un color de once letras para un corazón de siete vidas.
EN EL HOSPITAL: LOS AMIGOS PERPERDIDOS
A estas alturas me conozco de memoria los pasillos, plantas, habitaciones y demás dependencias del hospital. Todos sus rincones. Por ello, cuando me pierdo, no me pierdo para siempre, evidentemente. Para perderse para siempre, hay que conocer a la perfección todos los recovecos, y aun así es muy difícil perderse para siempre. Conozco enfermos que se perdieron para siempre, dos o tres, acaso hasta cuatro, entre las paredes del hospital. No los encontraron nunca jamás, aunque los buscaron con ahínco. Pero yo ya sé dónde se perperdieron, pues no se perdieron ni se establecieron o escondieron en ningún lugar, sino que se perperdieron. ¿Que qué significa eso? Lograr una suerte de invisibilidad, un status que sólo se puede lograr en el hospital, que se sitúa a medio camino entre la vida y la muerte. Por ello, cuando voy rumiando conmigo mismo a través de los largos y estériles pasillos del hospital, se puede pensar, se puede soñar que estoy hablando con mis amigos perperdidos, dándole al palique, y no conmigo mismo, en un loco monólogo alarmante.
AJENOPARANOIA
Sufro ajenoparanoia, la del otro. ¿Que qué significa? Siempre llevo a alguien por delante. Y me persigue. Me persigue por delante, y entonces la paranoia no es mía, es de él. La ajenoparanoia no es, en cierta medida, preocupante, no atemoriza: siempre tienes delante al enemigo. Por eso, no hay lugar a la sorpresa, en todo momento llevo la iniciativa. Pero uno no puede fiarse siempre. Además, aunque se mantenga a una distancia prudente de ti, se pierde intimidad, equilibrio interno. Como lo llevo delante, soy yo quien le persigue, y es mejor que guarde silencio. Nadie entiende mi enfado, nadie entiende por qué de repente, sin motivo aparente, empiezo a insultar de forma grosera. Ese que llevas por delante, no va contigo; en todo caso, sería al revés. Y he intentado alcanzarle, y entonces es él el paranoico. En cualquier caso, nunca he conseguido atraparlo: nuestras vidas se alinean sobre el mismo fondo, a una distancia insuperable, fatídica.
¿DÓNDE ESTÁ?
Eran cohetes sus manos en mi pelo; eran nieve, trineos que avanzaban deslizándose en aromas de colonia hacia el puerto de mis ojos. Eran tierno descanso, eran beso, un hasta luego. Manos de madre, digo, cerro y mar cada mañana, borrando estelas de rocío, nubes y espinas de almohada. Y qué viaje bailaban durante los cortos periodos de vigilia en que me amamantaba, qué recreo necesitaban tan azul y tan hermoso, adónde fuimos a morir todos aquellos momentos, los más fieles durmientes. Dónde están las sonrisas de aquellas manos que abrían la jaula de mis cabellos dejando que volaran los pájaros, dónde están las cintas trigales barcos de piratas caricias abedules ruiseñores, todo aquello que se perdió con el sentido común, dónde está.
ALGUNAS MAÑANAS
Algunas mañanas soy un encabalgamiento, una pinza, un crujido, una grapadora que agarra cualquier cosa entre las piernas. Veo el barrio, y me aferro a su espalda con mis muslos, junto a las costillas; encuentro el roble erguido, y tomo su tronco con la habilidad de un mono; echo el ojo a algo vertical (una farola, un buzón de correos, un ser humano o policía municipal, una señal de tráfico), e, indefectiblemente, en contra de mi voluntad (como es obvio), lo atrapo con las piernas, con suavidad pero de malas maneras, de tan malas y con tanta fuerza que hasta le hago daño, y algún día, claro, me llevaré un disgusto a cuenta de esta inclinación cruel e incontrolable.
HOMBRE FILTRO
Soy un hombre filtro. Encuentro oro en pensamientos, palabras, ideas, en todo cuanto existe. Retiro del aire la contaminación, de la enfermedad el virus, y de la verdad, la mentira. Todo aquello que penetra por mis poros (un sonido, una sonrisa perdida, el polen de los ojos) sale limpio, puro y virgen, inocente. Los desechos y la porquería, la mentira y quizá el odio, el engaño y la tiranía, los expulso a través de los riñones y los pulmones, junto con el dióxido de carbono. En cada respiración limpio una minúscula parte del mundo, puede ser que sólo unas pocas moléculas, pero a mi alrededor todo es selva virgen, poesía y paraíso, armonía ancestral. Ya casi ni siquiera siento cansancio durante el proceso de filtrado, lo hago sin forzar nada en absoluto, sin angustia ni agobio ni aspavientos, al tiempo que respiro. Y a mi lado la gente vive feliz, porque percibe en su entorno una especie de paz pura, verdadera, de la época en que aún no habíamos perdido el paraíso, bautizada por la luz divina, de una alegría inenarrable.
EL MÁS CRUEL DARDO DE LA AFRENTA
Todo lo hago de costado: camino, hablo, amo, duermo, vivo de costado. Estas son cosas que, claro está, no decidimos por nosotros mismos, igual que tampoco decidimos acerca del color de nuestros ojos. Claro que soy consciente de que en el fondo de todo esto hay una incapacidad para adaptarse al mun¡do, una asfixia cósmica que me producen las paredes del aire. No puedo vivir cara a cara, frente a frente, boca arriba o boca abajo: son formas de ser que me están vedadas. A mi mejor amigo, lo miro de reojo y parece un enemigo; hablo de costado, y la gente detecta en mí signos de enojo; recorro las calles de lado, y a la gente le resulta insultante mi comportamiento; hago el amor de costado, y no ven amor en mi apasionamiento. Sin embargo, aunque mire de reojo, yo veo el mundo de frente y en su plenitud, no de perfil o de través, y sé bien cuál es el más cruel dardo de la afrenta.
RIP
Tengo las cenizas de mi padre en las manos. Una caja fea. Y no sé qué hacer con ellas. Quisiera lanzarlas al aire, pero el viento está dormido; quisiera esparcirlas hacia abajo, pero me he dado cuenta de que estoy descalzo. Estoy en un pequeño bosque otoñal, y veo almohadillas en los robles, y un cuco me ha cagado, y escucho el mar allá en la distancia. He escrito un poema para leerlo en este momento tan emotivo, he copiado una octavilla a un viejo versolari, a Ataño, a Polipaso, a pesar de que yo siempre he admirado a Machado, a Antonio Machado, y en español. En español, sí. Y mi padre siempre decía goian bego, y egun handia arte, o lagun nauzu saminean, y Jainkoa lagun, y no ondo bidez. Y en la fábrica aprendió a decir finis coronat opus, la muerte corona la obra, la muerte es el final de nuestro viaje, y la tierra nos hará a todos iguales. Al final, la tierra. Para el patrón y para nosotros, para todos. Y eso mis-mo escribió mi padre con grandes letras verdes en la firme pared de la engomadora: Finis Coronat Opus. Me he sentado sobre un tronco. Huele a vela, a reflejo de luz tejido por peces abisales. Miro a mi padre, y no me deja ver el bosque. Si al menos corriera una pizca de viento. O si mi padre no me mirara de esa forma, tan derrotado. Pero está visto que hoy no es el día. Volveré otro día, en otra ocasión, cuando el tiempo acompañe, Dios mediante, a sentenciar finis coronat opus, o, como decía mi padre, hasitako lana bukatzera.
ANTROPOFOBIA
Siento que soy antropofóbico. No me gusta la carne humana. La he probado, por supuesto, y no me gusta. Ni su sabor, ni su textura. Nada. Ahora está de moda la antropofagia, y casi es obligado que te guste la carne humana, que te parezca la carne más exquisita. La humanidad se mueve al ritmo de las modas, es víctima de mensajes manipuladores. Primero fue la carne de vaca; luego, el pescado azul; después, la dieta vegetariana, el naturismo, los alimentos ecológicos. Ahora, por tierra, mar y aire, ha llegado la antropofagia: nada se equipara a la carne humana en proteínas, vitaminas y calorías. Además, es signo de elegancia, señal de alto nivel, de modernidad. Ahora los prejuicios éticos se leen de otra manera: es inmoral no comerte la carne de un familiar, de un amigo o, incluso, de un enemigo, porque ellos sí lo harían por ti. Pero yo no soporto el espectáculo: al encargado del Departamento de Embalaje, que falleció ayer mismo de un infarto, se lo comieron mis compañeros de trabajo, como si de buitres se tratara, empapados los buzos de sangre, vorazmente, las piernas y los muslos, los tiernos y ricos sesos, chupando una a una las falanges, pobre difunto, un hombretón que hasta ayer nos regalaba caramelos de malvavisco y ya no es nada, un simple fémur, un cúbito y radio desnudos, una simple calavera, todo es aprovechable en el ser humano, como en el cerdo, eso se decía antes, y cómo guardaban la sangre del pobre para hacer chorizos y morcillas, cómo han devorado su cuerpo en un amén Jesús en su honor, venga chicos, que no quede ni resto del pobre Germán, seamos generosos y desprendidos tanto en su vida como en su muerte.
Ayer Guzmán, y anteayer un primo mío que murió ahogado en la playa; y hace tres días un harapiento anciano atropellado por un camión; o las peleas que hay en las colas de las carnicerías por conseguir un trozo de cadera, sesos o criadillas; y, sobre todo, los cuerpos jóvenes, la más fresca y tierna de las carnes, o los cuerpecitos de los recién nacidos, preparados luego en la humeante brasa de las barbacoas en los atardeceres de verano, como si de un guiso divino se tratara, el más delicioso delicatessen jamás conocido.