Sombras (Itzalak)
Iban Zaldua (Itzulpena: Angel Erro)

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Sombras: Nekane

Cuando me la encontré en el museo, tuve que hacer un esfuerzo enorme para aparentar que no me ponía nerviosa, y creo que lo conseguí, aunque por dentro estaba temblando. No coincidía con Marga desde 1997. Recuerdo perfectamente el año, porque en nuestro último encuentro me recomendó Seda de Alessandro Baricco, que acababa de publicarse en castellano, y me gustó muchísimo.

Ella también intentó aparentar entereza: me dio un ligero abrazo, como si no hubiesen pasado todos estos años. Yo no tuve el ánimo suficiente para abrazarla con mayor efusividad.

Intercambiamos los consabidos cumplidos. «Te veo muy guapa. ¿Desde cuándo usas carmín?» Desde que estoy con Mikel, pensé, pero no le respondí nada concreto, ni a esa pregunta, ni a otras muchas que me hizo; sin embargo, no creo que ella esperase una respuesta; las preguntas eran como los abrazos: leves, cordiales, sin pretensiones.

Marga estaba desmejorada, y bastante gorda. La nicotina le había amarilleado el dedo corazón y el índice de la mano derecha, y unas raíces canosas delataban que se teñía el pelo. Pero, obviamente, no le dije nada.

Marga y yo habíamos pasado juntas los cuatro años del instituto; «del SuperPop a Rimbaud», como le gustaba decir a ella. Durante esos años, más que amigas, éramos una secta. Así fue desde casi el primer día que nos pusieron juntas en el pupitre: García yo, Garciandía ella. En una época iba casi todas las tardes a casa de Marga: sus padres, no como los míos, tenían un aparato hi-fi, y nos dejaban utilizarlo; pasamos horas escuchando Rabo de nube de Silvio Rodríguez y Berlin de Lou Reed, y leyendo, y hablando, y fumando. Tengo grabado en la memoria lo que me dijo Marga después de acabar *Desayuno en Tiffany’s*: «Yo también opino como Holly: ‘La patria de una es el lugar en donde te sientes bien. Y todavía lo ando buscando’». Y yo me reí, aunque lo que decía no me parecía muy gracioso. Marga y yo casi nunca discutíamos. Ni siquiera lo intentábamos. Puede que eso sea la amistad.

«¿Te gusta la exposición?» –me preguntó de repente; no esperó mi respuesta–. «A mí tampoco. ¿Nos vamos de aquí?». Le contesté que sí, que podíamos ir a tomar algo al bar de al lado, pero me dijo que no con la cabeza: «Prefiero pasear, si no te importa. Ya sabes…», y, con una sonrisa, añadió: «Se te hará raro, ¿no? Antes eras tú la más andarina». Es verdad: aunque a mí el monte me gustaba muchísimo, sólo con gran esfuerzo conseguí llevar un par de veces a Marga conmigo; la segunda ocasión, con todo, casi se me deshidrata camino al Irumugarrieta, y ya no volvió más con nosotros.

Si me paro a pensar en ello, el monte fue una de las cosas que comenzó a distanciarnos: en el club de montaña conocí a Urko, mi primer marido. El monte, y los estudios, claro está: Marga se marchó a Madrid, a la Escuela de Diplomacia; yo, en cambio, me quedé en Sarriko, sin conseguir acabar Económicas. Y el montón de cartas del principio fue disminuyendo en los años siguientes. Después –yo nunca lo entendí–, Marga se metió en el mundo de la política, y cada vez tuvimos menos oportunidad de vernos. Bueno: el monte, los estudios, y el asunto ese de Yassin, claro.

«Está preciosa la alameda para pasear, ¿no crees?». Le contesté que tenía razón, y no mentí: era una de esas tardes templadas de las que sólo se puede disfrutar en otoño. Las sombras alargadas de los árboles me recordaban a flechas. Nuestros zapatos producían un sonido agradable al pisar la hojarasca, y me entraron unas ganas tremendas de darles patadas a las castañas recién caídas. Pero no me atreví.

«¿Has leído lo último de Baricco?», –me espetó–. «No es una novela, sino un ensayo. Se llama Next; trata sobre la globalización. No sé si el tema te interesa, pero está bien escrito, y ayuda a entender algunas cosas». Hizo una pausa y, aunque brevemente, miró hacia atrás por primera vez; luego, prosiguió: «Hay una cosa, en el libro, que me ha dado qué pensar. Cuando habla de los sucesos del 11 de Septiembre, Baricco dice algo sobre las guerras del futuro. Afirma que el concepto tradicional de guerra ha quedado obsoleto; que a partir de ahora todas las guerras serán internas: crónicas, inevitables, civiles. Y, cuando cerré el libro, pensé que en el País Vasco hace tiempo que somos los más globalizados y los más modernos, porque nuestra guerra ya es así. ¿No te parece?».

No sé qué le contesté a Marga, pero, de nuevo, creo que no esperaba una respuesta. Continuamos hablando, de esto y aquello, hasta llegar al puente de las vías del tren; le dije entonces que debía marcharme, que ya nos veríamos. Otro breve abrazo, y cada una siguió su camino: yo, hacia el norte, hacia casa, y Marga, con su guardaespaldas detrás, hacia el este.

No sé si su casa está en esa dirección.

Sombras: Marga

Marga deja atrás a Nekane. Con pasos rápidos y seguros se aleja, o al menos eso parece. Se ha quedado sola y tiene que decidir, por ejemplo, si caminar junto a su guardaespaldas, o dejar que él le siga por detrás: es una cuestión que nunca ha terminado de resolver y siempre anda cambiando su última decisión. La mayoría de los guardaespaldas prefieren ir detrás, sin importar qué nivel de confianza hayan alcanzado con su protegido. Con el de ahora, con Eduardo, Marga no se lleva mal, aunque con Antonio, el anterior, se encontraba más a gusto: se ponía a su lado sin problemas, como si fueran amigos que salieran de paseo. Se les ponía, ha corregido rápidamente, porque en la época en que llevaba a Antonio de escolta José Javier todavía estaba en la ciudad, y salían con frecuencia juntos. Y Marga sospecha que lo que le agradaba a Antonio no era su compañía, sino la de José Javier, su esposo. Porque José Javier es muy simpático, eso no se puede negar. No es nada clasista, y es capaz de hablar de cualquier tema, tanto de la reforma fiscal como de fútbol, de Habermas o del último cotilleo de Crónicas Marcianas. «¿Cómo voy a ser clasista si pertenezco a la clase obrera?», suele decir José Javier, y añade, orgulloso: «Mi padre era un trabajador de la mina». Pero no cualquier trabajador, piensa Marga al recordarlo: el padre de José Javier llegó a contramaestre. De cualquier manera, de eso no se enteró hasta varios años después de casarse. Marga no conoció al padre de José Javier, que ya había fallecido cuando empezó a salir, en Madrid, con el que sería su marido.

No, Marga no cree que fuese ella el motivo principal de que Antonio el guardaespaldas caminase junto a ellos. De hecho, desde que destinaron a José Javier a Bruselas muy pocas veces ha caminado al lado de su escolta, y cuando han ido uno junto al otro, siempre ha sido porque ella ha insistido: cuando la necesidad de compañía y de conversación de la mujer ha vencido toda vergüenza y reparo. Cuando estaba José Javier, no recuerda que le tuvieran que decir nada para que se les uniera: se ponía al lado, sin más, e iban conversando, como si fuesen viejos amigos. Incluso con ella, con Marga. Pero estaba segura de que el catalizador no era ella, sino José Javier. La simpatía natural de José Javier.

Todavía no ha hecho la prueba con Eduardo, el nuevo guardaespaldas: José Javier vuelve muy pocas veces de Bruselas, y por muy poco tiempo; de hecho, en esas ocasiones pasa más tiempo en Madrid que en Euskadi, y el par de veces que ha parado por casa ni siquiera han salido a la calle. Pero Marga está segura de que les pasaría lo mismo que con Antonio.

Se lo podía haber preguntado al propio Antonio cuando todavía era su escolta. Por ejemplo, la noche que se emborracharon juntos, cuando su marido se acababa de ir a Bruselas. Pero, aunque aquella noche hablaron largo y tendido, no le mencionó nada de eso. La verdad es que todo empezó de una manera bastante tonta, en un pub en el que sirven los mejores cócteles de la ciudad, y acabó allí mismo, a las tantas; salieron del local bastante más tarde de que echaran la persiana –el dueño era un conocido de Marga–. Les pusieron todos los discos de Brian Ferry, y algunos de Sade. Con la noche bastante avanzada Marga supo, en uno de esos momentos de lucidez que ocurren pocas veces en la vida, que podría llevarse a su guardaespaldas a la cama, y que Antonio también era consciente de ello. Pero no hicieron nada, ni uno ni otro. El escolta le acompañó hasta el portal, igual que siempre; como pudo, Marga hizo eses hasta el ascensor y llegó a casa.

Sólo esa noche tuvo esa sensación. Antonio no pidió inmediatamente el traslado: dejó transcurrir tres o cuatro meses. Luego, le mandaron a Eduardo o, mejor dicho, Eduardo fue el que empezó a venir con más frecuencia. Porque a veces, según los turnos, le corresponden otros guardaespaldas; Joseba, Pablo y uno rubio, ya se le ha olvidado el nombre. Pero Eduardo es el más habitual, como antes lo era Antonio.

Al igual que siempre, Eduardo la acompaña hasta el portal; allá, con un adiós desganado, se marcha. No hace falta más, ya que antes han hablado del plan de mañana: a las diez en punto estará abajo, porque hay pleno. Permanecerá unos minutos en los alrededores de la casa de Marga, y se irá después.

Saluda al portero al entrar. En el buzón no encuentra más que propaganda y una carta de la secretaría del partido. En el ascensor enciende un cigarro. Entra en casa y, tan pronto como desconecta la alarma, se prepara una media combinación. Queda poca ginebra en la botella y entra en la cocina, para apuntar al final de la ya larga lista de la compra: "Beefeater, 1". Escribe la palabra y el número debajo de "Pañuelos de papel", con caligrafía gruesa y redondeada.

Más de una vez se ha puesto a pensar en a quién le recuerda este Eduardo, pero no se le ha ocurrido hasta hoy: el encuentro con Nekane ha abierto las puertas de su memoria. El tipo se parece a Yassin. Igual no es un parecido tremendo, pero sí se da un aire por lo menos. Si tuviese esa fina barbita, el guardaespaldas aún se parecería más a Yassin. Esa fina barbita, y la piel oscura, claro.

Le resulta curioso ponerse a pensar ahora en Yassin, puesto que le ha ocultado durante mucho tiempo a Nekane que se acostó con él. Una vez sólo. Es algo que siempre quiso contarle, pero nunca se atrevió. Y se da cuenta de que quizá fuera ésa una de las piedras del muro que se alzó entre ellas: no la única, ni quizás la más importante, pero sí, seguramente, la primera.

Repara en la luz encendida del contestador automático y aprieta el botón. Es la voz monótona de José Javier, desde Bruselas. «…Aquí un frío espantoso, ya sabes. Mañana por la mañana vamos a una exposición de Edvard Munch, en el museo de Ixelles. Te llamaré a la hora de comer, a ver si te pillo…»

Toma otro trago de la media combinación, y se acerca a la ventana. Ahí está Eduardo, apoyado en el castaño de enfrente de casa. Ve salir de su boca la última bocanada de humo, y ve también cómo pisa, con la punta del zapato, la colilla. A Marga le parece que invierte un tiempo excesivamente largo en hacerlo.

Por último, mira a ambos lados de la calle y el escolta se aleja, tranquilamente.

Sombras: Eduardo

Comienza a pisar la colilla con la punta del zapato, en un gesto calculado. Eduardo vio ese gesto, de joven, en una película, cuando todavía no fumaba: le pareció de una gran elegancia, y conscientemente trató de copiarlo. A veces piensa que empezó a fumar sólo para reproducirlo, para repetir una y otra vez ese gesto elegante a lo Clark Gable al terminar el cigarrillo. La breve parábola de la colilla –no debe caer muy lejos–, el despreocupado movimiento hacia delante de la pierna, la sutil acción de aplastarla con la punta del zapato, que le gusta prolongar un poco. Y ya está.

Mientras hace esto, un pensamiento invade su espíritu. Mejor dicho, un recuerdo: el recuerdo de Mikel. La verdad es que la novia de Mikel no se ha dado ni cuenta de que él estaba ahí, cuando se ha encontrado con Marga en el museo, ni tampoco después, durante el paseo que han dado juntas. Eduardo está acostumbrado a las miradas rápidas que se les dirigen a los escoltas. Y, además, ¿cuántas veces se ha juntado con esa chica? ¿Dos, tres? Y siempre se ha quedado aparte, mientras Mikel y él cruzaban dos palabras. Si por lo menos hubiera venido a alguna cena, sigue pensando, se acordaría de él, pero Mikel hace tiempo que dejó de acudir a las reuniones de alumnos, y con esa chica empezó a salir después. Edu no recuerda bien su nombre. Aintzane, Goizane, Nekane. No está seguro. Manu se lo mencionó una vez.

Mikel y Edu eran uña y carne en la época de la carrera. Vivieron en el mismo piso durante tres años, y suspendieron juntos, más de una vez, Derecho Romano. Una de ésas, lo aprobaron juntos, cuando ya estaban en la quinta convocatoria. Con la misma calificación: 5,5.

Eran siete los de la cuadrilla de la facultad. Seis los que continúan reuniéndose, dos o tres veces al año, para cenar o para comer; obvia, por supuesto, los encuentros fortuitos con uno o con otro. Con Manu, por ejemplo, está a menudo, sobre todo desde que tuvieron hijos: él también tiene dos hijos, de la misma edad que Patxi y Sabiñe, y además viven bastante cerca. Pero la cuadrilla en sí, oficialmente, se reúne sin mujeres y tan sólo dos o tres veces; la última vez lo hicieron en Bergara, en el restaurante Lasa. Mikel ha sido el único que ha dejado de venir a estas cosas.

Eduardo ya no se acuerda de cuándo empezaron a excluir a Mikel de las convocatorias. Por culpa de Mikel, de eso está seguro. Manu se acordará mejor; al fin y al cabo, él es el salsero de la cuadrilla, el que se ocupa de elegir restaurante y de hacer las llamadas. Antes hablaban más de Mikel, Manu y él.

Nunca llegó a enfadarse con Mikel. Eduardo sabe que no le agradó mucho que ingresara en la Ertzaintza. Y, antes de eso, que hiciera la mili; Mikel, por supuesto, se hizo insumiso, y tuvo la suerte de librarse de la cárcel. Pero Manu también fue insumiso, y nunca le ha reprochado nada. Y lo de entrar en la Ertzaintza, ¿qué? No era el sueño de Eduardo, pero de algo hay que vivir, qué coño. ¿Acaso ha cumplido sus sueños alguno de ellos? El mismo trabajo de Mikel, en la mísera oficina de esa ONG, no parece la más alta meta para un abogado de prestigio. ¿Y, al lado de eso, qué tiene de malo la Ertzaintza? No, entrar en la Ertzaintza no era el sueño de Eduardo, pero estaba harto de aquel trabajo temporal para la campaña de la renta en la Caja Laboral; harto de estar nueve meses al año en paro.

Enfado no, pero sí que sintió un cierto resquemor cuando Mikel rechazó la invitación para su boda. Bueno, es verdad que Mikel nunca iba a las bodas de sus amigos, que siempre hablaba en contra de ellas, y que no había nada personal en su decisión –como Manu a menudo le recordaba–, pero Eduardo no pudo evitar ese sentimiento amargo. Según le han contado, ahora se va a casar con esa mujer morena que se ha juntado con Marga, con esa Goizane o Nekane.

«Mikel tendrá que tragarse sus sermones contra las bodas», le dijo el otro día Manu, en tono de broma, cuando estaban en el parque. «Estoy convencido de que Mikel encontrará una explicación impecable para eso, tan bien estructurada como las que utilizaba contra las bodas», le respondió Eduardo. Es un «Mario Onaindía sentimental», añadió, parafraseando la frase despectiva que había usado en alguna ocasión el propio Mikel. Entonces se dio cuenta de que todavía sentía resquemor hacia él, de que no le perdonaba, de que jamás le iba a perdonar. «No te pases, tío», dijo Manu, que tenía que recordar mejor que nadie que aquello del Mario Onaindía sentimental era de la cosecha de Mikel. «No te pases», repitió, «todos tenemos derecho a cambiar».

Y en ese preciso momento se ha dado cuenta de que todavía sigue pisando la colilla con la punta del zapato, de que ha invertido un tiempo excesivamente largo en hacerlo. Detiene en seco el movimiento del pie.

El escolta no quiere levantar la mirada hacia la ventana del cuarto piso de la casa, porque sospecha que ahí estará Marga. Por hoy ha terminado su jornada: no quiere aguantar por última vez la mirada de la mujer a la que protege.

Finalmente, mira a ambos lados de la calle y Eduardo se aleja, aparentando tranquilidad.

Sombras: Nekane (II)

Sé lo que me espera en casa. Más o menos. El saludo de Mikel, un beso tal vez y, en seguida, la crónica de su jornada. Una que otra reunión. Algún asuntillo del trabajo. Y el comentario, no muy pormenorizado, de tres o cuatro noticias leídas en las páginas del Gara. Repetirá algunas palabras: "derecho", "hijo(s) de puta", "ask(eros)o". Yo contestaré algo: no me gustan los silencios. Nada de fundamento, en cualquier caso. Luego hablaremos de la excursión del próximo fin de semana. Mencionó Belagua el domingo pasado, en el coche, cuando volvíamos. Pero puede que sea Udalaitz. O Amboto: hace mucho que no subimos al Amboto. Quién sabe.

Pero no podemos, me acabo de acordar. Este fin de semana tenemos que ir a Soto, a visitar a Urko; casi se nos pasa. Tendremos que dejar el plan montañero para la próxima semana.

Mikel me preguntará por mi día, claro. No se le suele olvidar, normalmente, y yo le agradezco, secretamente, esa deferencia. Pero no le contaré nada, o, mejor dicho, usaré alguna expresión rutinaria: «Bien», «Sin más», «Ni bien ni mal». Porque no tendré ganas de contarle lo que me ha sucedido con Marga.

Ese encuentro ha removido algo en mi interior, estoy segura. Tan segura como estaba de que, tan pronto como me quede a solas, cogeré las cartas de Yassin de la caja vieja de zapatos. No sé si haré nada más con ellas, ni si llegaré a sacarlas de sus sobres. No hace falta. Pero tengo ganas de volver a tocar esas cartas amarillentas.

Conocimos a Yassin hace veinticinco años. Debía de ser verano, porque andábamos por el barrio a la tarde, sin nada especial que hacer. Solíamos estar en el kiosco, o en los porches de al lado de la plaza, y en toda la tarde entrábamos dos o, como mucho, tres veces a algún bar, a beber un zurito: en casa no nos daban mucha paga y siempre andábamos sin un duro. Nos aburríamos soberanamente cuando llegaban las vacaciones.

Teníamos quince años, recién cumplidos o para cumplir. En aquella época salíamos Marga, Cristina y yo: un trío que no llegaba a cuadrilla. Cristina murió un año después, con sus padres, en un accidente de tráfico, cuando iban al pueblo a pasar el fin de semana. Villanuño, Burgos: no sé por qué me acuerdo tan bien del nombre del pueblo de los padres de Cristina; los rasgos de Cristina, en cambio, casi se han borrado de mi memoria, aunque era la más guapa de las tres, o quizás por eso mismo. El pelo sí que lo recuerdo bien: nos daba envidia su larga melena morena.

Estábamos sentadas en las escaleras del kiosco, hablando por los codos, o completamente en silencio, vete tú a saber, cuando se nos acercó. Nos preguntó, muy educado, si había alguna discoteca por los alrededores. En inglés: no sería un inglés muy bueno, porque se lo entendimos todo. Era el hombre más negro que habíamos visto nunca. Entonces, hacia finales de los años 70, no se veían muchos negros por aquí.

Si no hubiera sido tan negro, nos habríamos reído a su cara, seguramente: una discoteca, a las cinco y media de la tarde, en un día normal de labor. Pero no nos reímos. Le explicamos, bastantes nerviosas, que hasta las siete o las ocho no abrirían el Dallas, que estaba cuatro calles más abajo, ni tampoco el Yes, que estaba un poco más lejos. Como bien pudimos, ya que nuestro inglés de segundo de BUP no daba para mucho. Nosotras nunca íbamos al Dallas o al Yes.

Nos dijo que se llamaba Yassin, y que era kuwaití. Marinero, recién llegado. Que pasarían algunos días anclados en puerto, y que quería conocer la zona. Además de explicarle dónde se encontraban las discotecas, le señalamos los bares que estaban abiertos. Nos dio las gracias, ceremonioso, y se fue. Tuvimos tema de conversación para media tarde.

Nos había parecido muy feo a las tres: simpático, pero feo. Esa fue la principal conclusión a la que llegamos aquella tarde.

Al día siguiente, hacia la misma hora, Yassin apareció por el kiosco, y, como cada tarde, allí estábamos también nosotras. No le dimos mayor importancia. Nos saludó desde lejos, en tono alegre, y se acercó hacia nosotras. Nos preguntó un par de cosas sobre la ciudad, y le contestamos bien que mal. Luego empezó a hablarnos de su barco, de la tripulación, de Kuwait, de Egipto, de los puertos y las ciudades que conocía. Se sentó a nuestro lado en las escaleras del kiosco. Nosotras le preguntábamos algo de vez en cuando, pero no mucho: no parecía que necesitase ningún acicate. Fue entretenido y un poco extraño. Incluso gracioso, a veces, porque confundía sin cesar nuestros nombres.

No sé cuánto tiempo pasamos así. De repente, Yassin se puso de pie y nos preguntó si queríamos tomar algo. No sé si nos miramos las unas a las otras, pero recuerdo que todas nos levantamos a la vez y que nos encaminamos con él al bar más cercano. Nosotras pedimos tres zuritos; él, un cubalibre. Por supuesto, no nos dejó pagar.

Entramos en dos o tres bares más hasta que dieron las nueve de la tarde: la hora de retirarnos. No nos dejó pagar ni una vez. En el último bar nos ofreció un sándwich; conocíamos de sobra los sándwich fríos de aquel bar, elegantemente expuestos sobre la barra, pero nunca los habíamos probado, porque eran demasiado caros para nosotras. Cristina y yo le dijimos que no a Yassin, con un gesto de agradecimiento, pero Marga aceptó la invitación; el propio Yassin se tomó otro. Ni que decir tiene que Cristina y yo le dimos sendos bocados al sándwich de Marga. Llevaba huevo cocido y lechuga, y mayonesa. A las tres nos pareció que estaba delicioso.

Los dos días siguientes fueron parecidos: Yassin aparecía por el kiosco, hacíamos la ronda de los bares –pasábamos mucho tiempo en cada bar– y cuando daban las nueve nos despedíamos del kuwaití. En el último bar repetíamos la escena del sándwich igual que el primer día. Habíamos integrado a Yassin en nuestra rutina.

Al quinto día, mientras estábamos en un bar, nos propuso ir al Dallas, y aceptamos. La discoteca estaba en un bajo, y había que descender por unas escaleras empinadas: no sería más tarde de las siete y media de un día soleado, pero en el interior del Dallas parecía de noche; creo que aquel día lo que más nos llamó la atención fue la oscuridad del local, la misma que en los años siguientes llegó a convertirse en la cosa más normal del mundo para Marga y para mí. Las luces estroboscópicas, la gran bola de espejos del techo, las canciones de los Bee Gees y de Village People: nada nos turbó tanto como la oscuridad de aquel lugar.

Pedimos una única caña para las tres. Casi no se podía hablar, por el ruido. Yassin nos quería animar a que bailáramos, pero nos quedamos en los asientos de la barra. Al final Marga se levantó y comenzó a bailar suelto frente a él. Pero cuando pusieron una lenta, Yassin se acercó a Cristina; ella le dijo que no, claro. En la siguiente lenta me invitó a mí, y yo también le contesté que no. El último intento lo hizo con Marga, pero ella no aceptó lo que nosotras dos habíamos rechazado –nuestras leyes no escritas eran estrictas en lo tocante a ese tema–, y le dijo que no. Además, ya eran las nueve; debíamos volver a casa. Y así lo hicimos.

Al día siguiente, como todas las tardes, Yassin apareció por la plaza. Pero no se sentó con nosotras: permaneció de pie. La visita no duró mucho: venía a despedirse. Nos dijo que éramos unas chicas muy agradables, pero que él quería conocer mujeres mayores. Esas fueron sus palabras: «I would want to know elder women». Nos dio su dirección, y, por supuesto, nosotras le dimos las nuestras: se las escribimos en un papel cuadriculado. Y, como siempre, muy atento, se despidió por última vez.

Esa fue la historia. Más de una vez lo comentamos las tres, durante los meses siguientes. Luego sucedió lo del accidente de Cristina, y Marga y yo nos convertimos en las amigas más íntimas hasta que acabamos el bachillerato.

La primera carta de Yassin llegó cuando estaba acabando el primer curso de la carrera, tres años más tarde; llevaba un sello de Ciudad del Cabo. Que su barco iba a atracar de nuevo, en breve, y que quería tener la oportunidad de verme. Me preguntaba por Marga y por Cristina, pero me hablaba de aquella noche que pasamos juntos los dos; para entonces mi inglés había mejorado, y pude advertir que pretendía ser algo así como poético.

Por los detalles que daba sólo podía ser Marga la que había estado con Yassin: la que se acostó con Yassin. Al día siguiente de despedirse de nosotras por última vez, o eso daba a entender la carta. Cómo lo encontró Marga, ya no lo sé; bien pensado, no resultaría tan difícil, en el puerto no habría tantos barcos de bandera kuwaití. De todas formas, nunca he sabido por qué me mandaba a mí las cartas, pensando que era Marga: si es que confundió los nombres desde el principio, o si fue Marga la que le dio el mío aquella noche. Porque según la carta era yo la que perdía la virginidad en brazos de Yassin.

Y nunca lo he sabido porque Marga jamás me ha contado nada. Tal vez porque yo nunca le he preguntado nada. Al principio, en cuanto recibí la carta de Yassin, estuve a punto de llamar a mi amiga, a Madrid, a la residencia de estudiantes donde vivía. Después del final del curso, cuando nos encontramos, no me dijo nada, obviamente. Y yo no le mencioné nada de la carta. Para entonces ya habíamos empezado a distanciarnos.

También estuve a punto de responderle a Yassin; para acordar una cita con él, o algo por el estilo. Pero al final no hice nada. Yassin llegaría a la ciudad y, quizás, vendría a nuestro barrio, e incluso se acercaría al kiosco. Quién sabe. Yo, por si acaso, ni me acerqué por allí los días que señalaba en su carta.

Los dos años siguientes recibí tres cartas más de Yassin: una enviada desde Kiel, otra desde Lagos, y la tercera desde Génova. En todas usaba el mismo tono, que recordaba en cierto modo al de las novelas románticas de la colección Jazmín. Cada vez sentí la tentación de responder, pero nunca lo hice. Después, no podía ser de otra manera, el silencio.

Me acordé de Yassin en 1991, por supuesto, cuando sucedió lo de la primera guerra del Golfo. Quizás lo comentaría con Marga, pero para entonces ya no nos juntábamos a menudo. Aquel año se presentó por primera vez a unas elecciones.

Llego a casa. Mikel me da un beso, me pregunta qué tal el día. Y continúa: «He tenido esa reunión con Panpi y con Joxi; te lo comenté ayer».

«Y, ¿qué tal?», le pregunto yo. Pero mi pensamiento ya está sobre el armario, en aquellas viejas cartas de Yassin que pronto voy a sacar y a tocar.

Sombras: las notas de Aritz

La señora Garziandia hoy ha hecho el camino de los días de pleno.

A las nueve y media de la mañana (9:33) ha salido de casa, se ha encontrado con su escolta en el portal (el "Cachas", el mismo de estas últimas semanas) y han hecho juntos el camino hasta el Ayuntamiento, a pie: calle de Navarra, calle Leizarraga, avenida San Ignacio, plaza del Consulado, calle Txabarri, Lehendakari Agirre y Plaza del Pueblo (es decir, el que en las anotaciones anteriores hemos denominado recorrido "B", pero hoy, más bien, por la acera izquierda). Lo han hecho rápido: para las diez menos diez (09:52) ya estaban en el Ayuntamiento; han entrado por la puerta lateral.

La reunión de hoy ha sido larga. La mayoría de los concejales han salido del Ayuntamiento para comer, algunos a sus casas y otros a los bares de los alrededores (la mayoría de los del PNV, por ejemplo, han ido al Batzoki), pero Garziandia ha comido en el propio ayuntamiento, o por lo menos eso creo, porque el "Cachas", después de estar toda la mañana en las inmediaciones del portón del Ayuntamiento, ha recibido una llamada al móvil y, luego, se ha metido en el bar Goizeko-Kabi; un cuarto de hora más tarde ha salido con una bolsa de plástico, seguramente un bocadillo para Garziandia.

La reunión ha terminado hacia las cinco, y la mayoría de los concejales han salido enseguida; Garziandia, exactamente a las 17:04. Entonces se ha dirigido hacia el paseo del río, con el "Cachas" siguiéndola a unos cinco o seis metros: calle de los Fueros, cuesta del Seminario, calle Elgeta, el paseo. Entonces ha entrado al Museo, como suele hacer cuando inauguran alguna exposición. Ha estado allí como una media hora (ha salido a las 17:48). Dentro del Museo se ha encontrado con una amiga, desconocida para nosotros: una mujer morena, de 1 metro 75 más o menos, más joven que Garziandia, chaqueta roja de piel y vaqueros cortos. Han cruzado toda la Alameda hasta el puente del tren, y allí se han despedido (18:12): la mujer desconocida ha tirado hacia el barrio de Gerezienea, Garziandia hacia su casa. No parece un encuentro habitual, pero de repetirse quizás convendría reunir información sobre la mujer.

Después la concejala se ha dirigido hacia su casa; el "Cachas" no se ha puesto ni una vez a su lado. Han seguido más bien el recorrido "C": calle Arregi (18:14), calle Gernika (18:20), calle San Agustín (18:25), plaza del Seminario de Bergara (18:31), por la acera de la derecha en este caso, excepto al cruzar la calle San Agustín. Como normalmente en el recorrido "C" en vez de por la calle Arregi suele coger el callejón de Azkue, se me ha ocurrido llamar a esta variante "C bis".

Ha llegado a casa a las 18:36; el marido continúa fuera, al parecer. La luz del salón la ha encendido a las 18:38. El "Cachas" se ha quedado más de lo acostumbrado en las inmediaciones del portal, fumando, antes de marcharse (18:46) (a tener en cuenta). Creo que Garziandia ha estado junto a la ventana del salón, pero no puedo asegurarlo, porque las ramas de los árboles de la calle tapan parcialmente esa ventana, desde el sitio en el que yo estaba.

Después se ha encendido la luz de la habitación, pero unos segundos más tarde la ha apagado.