SENEZ GRAFIKOA - Las prosas de Berbelitz - Anjel Lertxundi

Ilustraciones de Juan Azpeitia y Las prosas de Berbelitz de Anjel Lertxundi

Traducción de Jorge Giménez Bech

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Este es un número especial de la revista SENEZ, publicado con motivo del 20 aniversario de la revista. Reúne las ilustraciones y portadas de Juan Azpeitia, junto con una narración de Anjel Lertxundi sobre las aventuras y desventuras de un traductor llamado Berbelitz, acompañada de la versión en castellano realizada por Jorge Giménez Bech.


Las prosas de Berbelitz

Si persiguiera mariposas, lo imaginaríamos corriendo de flor en flor en nuestros campos y en los vecinos, salabardo en mano y tocado con un salacot. Nuestro bendito Berbelitz, sin embargo, no empuña salabardo alguno, ni se cubre la cabeza con un salacot. Difícilmente se puede afirmar, incluso, que persiga mariposas, ni en nuestros campos ni en los vecinos.

Pero ¿podremos deducir de ello que no es entomólogo?

El bendito Berbelitz querría traducir aquello que André Maurois decía de Camus: Il avait attrapé un style. Parece una frase sencilla. No es, al menos, una de esas expresiones huidizas como una mariposa que, cuando tu salabardo la busca entre los geranios, ya sobrevuela las petunias. Pero Berbelitz no sabe cómo expresar en euskera, he ahí la cuestión, qué es lo que hizo Camus con el estilo. ¿Deberá traducir attrapé por harrapatu? ¿O tal vez atzeman define mejor la relación del escritor francés con el estilo? O quizá atrapatu. ¿Cómo decidir entre atzitu y arpilatu? ¿Y por qué no oratu?1

Pero ¿podremos deducir de esa pugna por dar con la palabra adecuada que nuestro bendito Berbelitz es entomólogo?

Nuestro bendito Berbelitz decide traducir hark estilo bat lotu zuen, con la esperanza de que algún lector avisado repare en la afinidad entre los verbos lotu y lortu2.



Una inmensa desazón se ha apoderado hoy de nuestro bendito Berbelitz. Mientras transitaba de diccionario en diccionario, he aquí que ha reparado que en los diccionarios vascos —al contrario de lo que ocurre en los demás diccionarios que conoce— la voz itzulpen [traducción] precede al vocablo orijinal [original]. E incluso a la palabra jatorrizko [sinónimo de orijinal].

De buena mañana, el hallazgo se le ha antojado memorable: fruto de alguna suerte de justicia poética que viniera a otorgar a la traducción sus merecidos laureles. Hacia el mediodía, conceder tal prioridad a la traducción le ha parecido una escena surrealista semejante a la de una carreta que avanzara precediendo a los bueyes. A media noche, trata de extraer rendimientos filosófico-lingüísticos de esa subversión del orden natural: «Original y traducción son el haz y el envés de un mismo fenómeno» escribe como arranque del artículo que le ha pedido la revista especializada Babel.

Pero enseguida ha caído rendido por el dulce sueño.



A nuestro bendito Berbelitz le agrada lo inaprensible, lo irresoluble. Tal vez por eso sea traductor. O tal vez le agrade lo inaprensible porque es traductor.

Si al menos él lo supiera...

He aquí la pregunta que más quebraderos de cabeza le ha acarreado entre todas las cuestiones inaprensibles:

– ¿Es posible la traducción?

Hace tiempo, sin embargo, que dejó de empeñarse en desenmarañar esa cuestión. Y es que, como él dice:

– La traducción no es posible, pero nos sustenta.

Desde que compró una casa mediante la correspondiente hipoteca, se dedica más a reflexionar sobre otras, y más elevadas, cuestiones irresolubles, la mayoría de las cuales tienen que ver con los pagos que debe satisfacer a final de mes.

Hace tiempo que nuestro bendito Berbelitz quisiera dejar de empeñarse en desenmarañar también esas cuestiones. Pero, como él dice:

– ¿La traducción nos sustenta?



El cartero del barrio de nuestro bendito Berbelitz ha tocado el timbre del traductor, y permanece a la espera. Lleva un zurrón en bandolera, y una carta certificada en la mano. Cuando el traductor le abre la puerta, el cartero introduce su minúscula cabeza de pomo de tampón por la rendija que queda entre el traductor y el marco de la puerta, y su mirada recorre, con envidia, las pilas de libros, revistas y papeles diseminadas por todas partes.

Tiende al traductor una carta certificada que muestra el logotipo de un banco.

– ¿Algún contrato para traducir las promociones del libretón? –se interesa el cartero.

El traductor le devuelve la carta. Que no firmará. Pero cuando se disponía a cerrar la puerta, el cartero ha metido el pie entre la puerta y el marco.

– Perdone mi osadía, pero quisiera hacerle una pregunta. Hablo euskera, sé castellano, y me considero verdaderamente bilingüe.

Y, tras sacar una fotocopia del zurrón, se la tiende al traductor, colándosela por la estrecha abertura:

Musde Urrutia etzen lotzen
Bere tela mihisetan,
Araxe nahiago beitzen
Amuraren kapitetan.
El señor de Urruty no dormía
En sus sábanas de lienzo.
Prefería hacerlo
En las de lino de su amante.

– ¿Por qué me resulta más fácil de leer la traducción que el original?

¡Más fácil de leer que el original! Nuestro bendito Berbelitz, con la sacudida de adrenalina que acostumbran a provocarle estos asuntos, abre de nuevo la puerta.

– ¿Que dónde está la sinrazón de semejante absurdo? Pues mire, le responderé con tanta claridad como transparencia. El reloj del original se detuvo quién sabe hace cuántos siglos. Esa traducción, sin embargo, tiene apenas quince años. Si la traducción fuera desmañada —¡y lo es!— siempre se podrá realizar otra. Incluso si envejeciera, podríamos hacer otra traducción. Si alguna otra editorial en lengua española soñara con ganar dinero editando baladas vascas, encargaría otra traducción. Etcétera. Pero el original es siempre el mismo, permanece tal como fue escrito. Es inmutable, definitivo, permanente.

– Piedra movediza no coge musgo, ¿es eso lo que me está diciendo? –le pregunta el cartero.

La ira congestiona los ojos de nuestro bendito Berbelitz:

– ¡No ha entendido usted nada! Así como se quita el polvo a un mueble viejo, también al texto original hay que limpiarle el musgo. ¡Y el prodigio que se obra entonces no admite parangón! ¡Esa lectura es la verdadera traducción!

Y cierra dando un portazo.

Traducción, traduction, traducció, traduzione, translation... En los idiomas más conocidos, traducir significa «hacer pasar de un idioma a otro». ¿Acaso el trabajo de nuestro bendito Berbelitz no consiste más que en pasar lo que está en un idioma a otro?

¡Pues de eso, nada!

Nuestro bendito Berbelitz prefiere atenerse al término vasco, consciente de que las numerosas acepciones del verbo itzuli convierten en impagable (¡impagable!) el trabajo del traductor.

  1. Quien pretenda acatar la primera de ellas deberá conducir el texto «al lugar del cual salió o en el que se encontraba antes». Deberá hallar «el aspecto o estado anterior» del texto. Según interpreta nuestro bendito Berbelitz, deberá procurar que el texto se manifieste en el nuevo idioma con idéntica propiedad que en el de origen. Tal vez porque todo buen texto ocupa un territorio previo al propio lenguaje, territorio donde, como en el poema de Baudelaire, se escuchan longs échos qui de loin se confondent dans une ténébreuse et profonde unité.
  2. El vocablo itzuli también significa «dar vueltas». Nuestro bendito Berbelitz conoce por propia experiencia la cantidad de vueltas y revueltas que a menudo ha de dar ante textos dificultosos y no tan dificultosos.
  3. También «restituir lo tomado o arrebatado a alguien» figura entre las acepciones de itzuli. Nuestro bendito Berbelitz se esfuerza por restituir lo que ha tomado de otro idioma de forma que quede tan pulcro e inmaculado como en el original, con la misma delicadeza con que se alisan las sábanas arrugadas en el amor.
  4. Itzuli también quiere decir «cavar» o «voltear la tierra». Y exactamente así es como nuestro bendito Berbelitz, como si volteara abono o tierra, subvierte el texto, poniendo arriba lo que estaba debajo, haciendo ascender a la superficie los fragmentos subyacentes que permanecían ocultos en el texto. Ha decidido que, si alguna vez le conceden un premio (y sabe, resignado, que no se lo concederán), iniciará su alocución de agradecimiento con las palabras «Nosotros, los subversivos anónimos».
  5. Puesto que traducir y transformar son una misma cosa —el primer acto implica irremediablemente el segundo—, nuestro bendito Berbelitz se las ve y se las desea para lograr que el nuevo vestido cosido en el momento de la traducción de un idioma a otro luzca con la misma elegancia del original.

Nuestro bendito Berbelitz quisiera desarrollar también estas ideas en el artículo que le pidió la revista especializada Babel, pues le parece que el primero que empleó el vocablo itzuli en el sentido de traductio —nuestro bendito Berbelitz cree que fue Orixe— acertó plenamente, tanto en lo que hace al concepto como a la lógica interna del euskera. Es decir, que Orixe, o quienquiera que fuera, tradujo espléndidamente el concepto.

(Nuestro bendito Berbelitz piensa que, si menciona a Orixe, tendrá que incluir una nota a pie de página para aclarar que no se trata de ningún bertsolari).



«Traducir poesía es imposible. ¿Acaso se puede traducir la música?», le ha espetado a nuestro bendito Berbelitz un amigo, sin darse —¡o dándose!— cuenta de que la frase es de Voltaire.

Al regresar a casa, nuestro bendito Berbelitz ha puesto música. La Música fúnebre masónica de Mozart. Mientras la escucha, medio tumbado en el sofá, la música le renueva el combate entre los más contrapuestos anhelos y abatimientos; y todo ello le produce tristeza, pues imagina que la muerte tal vez sea algo así; y si un compás le rapta el aliento, otro lo obliga a cerrar los ojos, el siguiente le pellizca, el cuarto lo pone a la espera de lo inevitable; y en cuanto imagina el ataúd de Mozart, el suyo propio desplaza a éste; y llega incluso a sentir el olor de la cera; y cuando la orquesta de la Academy of St. Martin in the Fields concluye la pieza, siente su interior sereno como un mar recién planchado.

Se arrepiente de no haber contestado al que le había preguntado «¿acaso se puede traducir la música?» que el propio acto de escuchar música es traducción.



Nuestro bendito Berbelitz no traduce sólo lo que a él le agrada. También ha de vérselas con textos sin gracia alguna, textos pesados, textos vanos y textos inútiles.

Pero lo que más extenúa a nuestro bendito Berbelitz es verse obligado a traducir textos que nadie leerá jamás. En esos casos, siente la tentación de pasar la escoba casi sin rozar el suelo. Sin embargo, la pregunta «pero ¿y si lo leyera alguien?» acaba por imponerse en su ánimo. Y aunque al Acta de la Asamblea General del Colegio de Topógrafos no le dedique el entusiasmo que empeñaría en traducir a Shakespeare, difícilmente podrá nadie decir que nuestro bendito Berbelitz no se ha esforzado.



Lo que ocurrió con la torre de Babel se le antoja a nuestro bendito Berbelitz una bendición con múltiples facetas.

Por una parte, Yahvé reprimió la insolencia de los humanos. Por otra, nos dio la oportunidad de ver el mundo de manera diferente. Y, además, impulsó el gremio de los traductores.

Aun vistas desde el agnosticismo de nuestro bendito Berbelitz, las tres son razones de peso para aplaudir la prudencia de Yahvé.



Cuando nuestro bendito Berbelitz vio la película El mercader de Venecia, aprobó la interpretación que Orson Welles hizo del papel del avaro judío Shylock.

«¡Excelente traducción!», pensó.

Diametralmente opuesto, y más tosco, fue su comentario cuando vio a Omar Sharif en el papel del doctor Zhivago:

– ¡Que le den!

Tras ver la película El amor de Swan de Volker Schlšndorf, pidió, airado, que le devolvieran el dinero de la entrada.

– ¿Qué es lo que no le ha gustado? –le preguntó la taquillera–. ¿El trabajo del director? ¿La adaptación del texto de Proust? ¿La interpretación de Alain Delon? ¿La música?

Quedaron en tomar un café juntos cuando ella acabara su jornada. Tomaron el café después de cenar juntos y antes de pasar juntos la noche. En el transcurso de la conversación, supo que la taquillera tenía muy claro que una buena traducción exige ineludiblemente un análisis de todos los elementos que se ponen en juego, y, dado que algo que parece tan evidente pide más tiempo que el de un café, el ligue le duró casi medio año a nuestro bendito Berbelitz.

La relación se rompió la noche en que alquilaron un video —Mistic River, de Clint Eastwood— para verlo en casa de la mujer. El motivo de la ruptura es tan doloroso como simple: cuando acabó la película, se enzarzaron en una acalorada discusión sobre el final, que a uno le parecía genial y al otro una pérfida trampa.

Nuestro bendito Berbelitz no recuerda quién defendía qué postura. Pero recuerda perfectamente un abatimiento parecido a una gota de lluvia que se desliza cristal abajo.



Según lo visto hasta este momento, nuestro bendito Berbelitz tiende a intentar abrir todas las cerraduras con la llave de la traducción. Y no sabe si eso es bueno o malo. Tal vez sea una paranoia. Tal vez no debería indignarse tanto a causa del poco respeto que se muestra por su oficio.



Milan Kundera dirá lo que quiera, pero no hay hijo de madre que se crea que los traductores son mil veces más importantes que los diputados del Parlamento Europeo.

A nuestro bendito Berbelitz le gustan más las palabras de Joseph Brodski: «En mi opinión, nuestra civilización se sustenta sobre la traducción».

Pero la qué más le gusta de todas las citas (únicamente la utiliza después de un par de whiskys y ante amigos muy especiales) es una de K. Bertrand: «Las traducciones son como las mujeres: si son fieles, no son bellas; y si son bellas, no son fieles».



En sus peores pesadillas, se convierte en diccionario. Uno de esos libracos de tapa dura que contiene una serie de palabras clasificadas según un determinado orden. He aquí un ser humano convertido en mera relación de palabras sobre el papel. Pero no ve motivo para menospreciarse a sí mismo, puesto que es poseedor de los cuatro componentes de la felicidad según Bertrand Russell: tiene salud, pues es renovado de vez en cuando; también un patrimonio suficiente, tal como muestra el excepcional tesoro de las palabras contenidas en sus páginas; mantiene buenas relaciones con los vecinos, y nunca han llegado a subvertir el orden natural establecido entre ellos; y, por último, su labor es exitosa...

Ahora mismo, unos dedos pasan sus páginas. Nuestro diccionario está nervioso, y es que constituye una gran responsabilidad la de explicar con precisión la esencia de algo. Si transfiriéramos a la palabra granada el significado del vocablo divieso, no faltaría quien se apresurara a aplaudir el elevado aliento poético de la frase «tengo una granada en el cuello». Sea. A nuestro diccionario, muy racional él, no le agradan esa clase de paseos, pero admite que a su cotidiana gravedad puede resultarle saludable tomar un poco el aire. Pero los paseos, con mesura: ¿o es que poner las palabras en danza de aquí para allá como si fueran hojarasca no conduce a malentendidos; los malentendidos, a enfados; y los enfados, a guerras? Si a eso se le añade que algunos llaman paz a lo que a todas luces es guerra, y que hay palomas de conducta más depredadora que las águilas, está todo dicho.

¿Está todo dicho? Una sensación dolorosa en el cuello despierta a nuestro bendito Berbelitz de su pesadilla.

Descuelga el teléfono, pero, cuando se dispone a marcar, se acuerda de que el médico no sabe euskera. Nuestro bendito Berbelitz, por su parte, es incapaz de recordar cómo se llama en castellano al erlakaizten que le ha salido en el cuello.

El mensaje en castellano del contestador automático lo saca del apuro:

«Ha llamado usted a la consulta del doctor Granada. En estos momentos, no podemos atenderle. Si desea dejar algún mensaje...».



Nuestro bendito Berbelitz recibió ayer la visita de una vecina.

– Soy vecina suya –le dijo la mujer.

– Ya lo sé –le contestó nuestro bendito Berbelitz.

– Suelo observarle todas las mañanas desde mi casa.

– Ya lo sé.

– Siempre está usted delante de su ordenador.

– Ya lo sé.

– Trabaja demasiado.

– Ya lo sé.

– ¿Por qué es usted traductor?

– Es extraño. Juraría que me hizo esa misma pregunta en su última visita. Y también recuerdo perfectamente qué le contesté.

– ¿Qué me contestó?

– Muchas gracias por su visita. Y ahora, perdone, pero adiós. Me resulta muy fatigoso el deseo de saber por qué soy traductor.

Cuando la mujer hubo llegado al otro extremo del rellano, nuestro bendito Berbelitz añadió:

– ¿Le ha dicho alguien que a esa ajada bata que lleva le faltan un par de botones a la altura del pecho?



Los miembros de la Asociación de Traductores siempre se refieren con cierta prudencia clandestina a la dictadura de los editores, la Administración, los publicistas, las empresas. «Es granítica». «De acero, es de acero». «Si no se termina pronto, estamos abocados a la tragedia». «Y si termina pronto, la tragedia será aún mayor».

– No profesaríamos tanto respeto a la dureza granítica de esa dictadura –dijo, hace unos días, nuestro bendito Berbelitz en una reunión de traductores–, si imagináramos qué ruido —ridículo, feble, blandengue— produciría el granito al ser arrojado al barrizal.

Volvió a casa de madrugada y con un par de copas subiéndosele desde el estómago a la cabeza. Abrió el libro cuya traducción lo ocupaba desde hacía ya largo tiempo y se puso a traducir. Sólo la euforia producida por la bebida puede explicar la alegría que experimentó al dar tan rápidamente con el equivalente de la frase «Lo que hoy es bacía mañana será yelmo»: «Gaur gorotz dena bihar urre» [«Lo que hoy es mierda mañana será oro»].





Notas:

1 Harrapatu, atzeman, atrapatu, atzitu, arpilatu y oratu se pueden considerar equivalentes del verbo francés attraper.

2 Lotu, en una de sus acepciones, es sinónimo de los verbos anteriores. El parónimo lortu significa «lograr».



© del texto: Anjel Lertxundi
© de la traducción: Jorge Giménez Bech