Hamlet en Euskal Etxea

2006 Junio 21
Hamlet en Euskal Etxea

El exilio, y más concretamente el exilio de los escritores, suele convertirse en problema identitario: ser de allá y de aquí, extrañar lo propio para dejarse apropiar por lo extraño. En el nuestro, en el vasco, no hay tal, eso es lo que hemos aportado a la historia universal del exilio, la falta de problemática.

En general, la inmediata posguerra del 1936-37 fue un exilio muy organizado, tanto en el éxodo como en el establecimiento. El presidente autónomo José Antonio Aguirre supo aprovechar bien los contactos que desde hacía décadas tenía su partido, y los nacionalistas vascos fueron tan calurosamente acogidos en Argentina y Venezuela como los republicanos españoles en México.

Nuestro exiliado, aquel a quien podemos colocar en el epígrafe "escritor vasco", anduvo en grupo, en las numerosas Euskal Etxea (Casa Vasca), en cierta forma sin salir del País Vasco, en una tupida red de relaciones. Y el mal de quienes escriben desde la lejanía, ese vaho cegador que produce la nostalgia, era dueño de nuestra literatura desde hacía tiempo, sin necesidad de que nadie abandonara su tierra: la idealización del País Vasco es anterior al propio exilio, se ve claramente en los poemas del propio Bingen Ametzaga de 1920.

Como si el exilio no hubiese sido mas que una huída.

Así lo parece, los poetas están instalados en un fuerte espíritu grupal, con la única excepción de Orixe, y no porque tenga la más mínima duda identitaria, pues aunque es capaz de talar el melancólico ombú del rancho de Otaño —y por tanto el nogal del caserío que había dejado al otro lado del océano, es decir, aquí— no lo hace para americanizarse cortando con la nostalgia, sino para sumergirse en el misticismo. El exilio no problematiza nada en aquellos escritores que eran más vasquistas que vascos, las palabras que escriben no tienen ningún lazo con la realidad, ni con el sufrimiento personal, ni con un entorno extraño y a la vez atractivo, nuestros escritores han vivido el exilio en un ghetto, dedicando una sonrisa paternal al vitalismo de un Sabin Irizar (Txirike-Parú). Son herederos de un lenguaje poético pesado, y repiten una y otra vez los mismos tópicos. Maldicen a Unamuno por su traición lingüística, no quieren ser los enterradores del idioma («¡Madre!»), y parece como si nunca hubieran oído su elegante insulto, la honrada poesía vascongada. El mundo les produce miedo, Ametzaga antepone al Sena un riachuelo como el Gobela, prefiere a Paris o Londres un pueblo como Algorta, un pequeño puerto, no por pequeño ni por puerto, sino por vasco.

La generación de Ametzaga escribió una buena cantidad de poemas fuera del País Vasco, pero difícilmente leeremos el exilio en sus textos. Nuestros escritores exiliados no conocen la dialéctica aquí-allá, leamos de cabo a rabo una revista literaria como Euzko-Gogoa, editada en Guatemala, y no aprenderemos nada de América. Escriben sin ningún tensionamiento durante años y años, el exilio no es problema, no lo parece, ni siquiera lingüístico, se nos hace increíble. Continúan cegados, dando la espalda también en América a las realidades que no querían ver en Europa. Dakar, Casablanca, La Habana, Barranquilla, Montevideo, Caracas... ¡qué no vio Bingen Ametzaga! Sin embargo, no aparece el exilio en sus poemas. Para eso, para leer lo nuestro, o sea, lo propio de allá, no lo ajeno de aquí, tendremos que penetrar en otro idioma, en los poemarios Guerra y Destierro y Rincones Mágicos, aun sin publicar. De Ametzaga, sí. Porque una cosa es literatura, y otra literatura vasca. Al tiempo que aprendía el idioma heredó un lenguaje poético anticuado, esa imaginería infantil llena de angelismo y pequeñez, y no puede expresar la vida, el mundo, lo nuevo. La euskal etxea, el club vasco-americano es refugio y prisión. Hasta tal punto que esta literatura, este tipo de metáforas y reflexiones, en general, resultarían extrañas a su propio país. Cantaban un país que sólo existía en su ideología, las palabras de su poesía están exiliadas de la realidad. Leyendo estos poemas, nos imaginamos el interior de la casa: imágenes de romería y cuadros de la Virgen.

Para ser libres necesitaban otro lenguaje, otra poética.

Eso es lo que hace interesante a Bingen Ametzaga, pues si bien nunca lo formuló explícitamente, el viaje que realizó por la poesía ajena es en el fondo un notable esfuerzo para superar aquella poética apergaminada. Ese es precisamente el exilio de este poeta, y el conflicto de este exilio: se debe a sí mismo pero necesita de los demás, encuentra en otros las bellezas que no puede alcanzar pero que necesita para expresarse, y, poco a poco, vertiéndolas al euskara, nos ofrece nuevas propuestas. Lo que no le produce el exilio se lo proporciona la traducción. Se constituyen así los dos polos de la tensión de Ametzaga: lo que escribe y lo que nos da a leer, lo que escribe en euskara y lo que nos trae desde los idiomas del mundo, es decir, lo que traduce y lo que no es capaz de escribir. Así es como supera el anacronismo de su poesía.

La obra poética de Bingen Ametzaga no es que digamos muy personal, escribió poemas como pudiera haberlos escrito cualquier sotanudo, pero nos dio a conocer a Chaucer, Whitman, Marlow, Milton, Shakespeare, Turgenev, era un lector de ojo cultivado... y tradujo en su totalidad The Ballad of Reading Gaol de Wilde con precisión y estilo. Por ser creador y a la vez estar en deuda, yo lo inscribo en la dialéctica de los escritores transterrados: no soy esto, quisiera ser aquello, soy aquello cuando lo hago mío, creo que eso es lo que nos dice toda su obra. Y teniendo en cuenta la situación objetiva de nuestra lengua, de nuestro lenguaje literario en aquellos años, podemos afirmar que Bingen Ametzaga fue un traductor extraordinario.

Ese fue su modo de hacerse al mundo.

Es posible que empezase a traducir para pasar el rato, poniendo en euskara algo hoy y otro poco mañana, casi por capricho, o recurriendo a lo que tenía a mano. Sus primeras traducciones vienen fechadas en 1939, realizadas evidentemente en aquel largo periplo que tan famoso hizo al trasatlántico Alsina. Pero aquello que quizá comenzó como pasatiempo le ocupó toda la vida, hasta convertirse en obsesión, llegando a ser incluso producto y metáfora del exilio, por qué no soy aquél, lo soy, mirad, y se basa en Du Bellay para hablarnos de sí mismo, o en Goethe. Por qué no somos esto, parece que se pregunta el poeta. No olvidemos que la realidad literaria son esos autores, no nuestra literatura, la nuestra es vasconrada, el pequeño puerto de Algorta.

Al leer los poemas propios y traducidos de Bingen Ametzaga podemos leer este tipo de exilio, quiere ser de aquí y del mundo, posee dos identidades, y en conflicto. ¿Qué sentiría al traducir a Wilde? También rabia, sin duda alguna. Encontró al otro, tuvo el coraje de tropezarse con el extraño. Aprendió que aunque no fuese clásico griego, era literario.

En tanto que necesitó de los demás para definirse a sí mismo, Bingen Ametzaga es bien moderno: parece un poeta vasco actual escribiendo inspirándose en Palestina, Sarajevo, Manhattan, Bagdad o Lisboa.

Más información: Bingen Ametzaga, Itsaso aurrean
Publicado con permiso del autor y de www.susa-literatura.com.